Hace unos días visité la Comunidad Nativa de Infierno en Madre de Dios, a menos de una hora de Puerto Maldonado, en la zona de amortiguamiento de la Reserva Nacional de Tambopata. Según algunos, se atribuye su nombre a los antiguos comerciantes de la región que navegaban el rio Tambopata y decían “ya vamos a llegar al infierno” cuando les tocaba pasar por dos meandros muy grandes bajo un sol inclemente y mosquitos voraces que los cegaba y abrumaba. Después de cien años, aunque sin navegar, pero usando las mascarillas de rigor y con sensación térmica de 40°C, su nombre nos pareció el más adecuado.

María Cordero, la Presidenta de la comunidad, junto con algunos de sus miembros, nos recibieron y con sinceridad nos contaron lo difícil que es motivar los emprendimientos en la Amazonía pues se requiere de disciplina, perseverancia y respeto a la tierra. A esto se suma el impacto del cambio climático. El aumento de la temperatura promedio y la extensión de los periodos secos vienen afectando la agricultura, actividad económica que se dedica la mayoría.

Una salida ha sido la conversión hacia la agroforestería, pues combinan árboles de cacao o castañas con cultivos anuales como plátano o yuca a fin de garantizar ingresos durante los primeros años del crecimiento de las especies forestales. De igual forma, una alternativa prometedora es la instalación de sistemas de riego y el bombeo de agua del subsuelo pero que representan miles de soles que los hacen inaccesibles para todos. Nos fuimos preocupados pues si no identificamos la fórmula adecuada para garantizar la sostenibilidad de estas tecnologías, los jóvenes que han migrado nuevamente al campo debido a la pandemia, optarían por actividades ilegales.

Instalación de sistema de riego en Infierno. Foto: Yessenia Apaza – ACCA.

Desde Infierno pasando por Lima, la capital, nos dirigimos a la ciudad imperial del Cusco, donde mis colegas me mostraron cómo en las alturas andinas, alrededor de la cordillera del Ausangate, están experimentando un grave estrés hídrico debido al deshielo acelerado y la intensidad de las épocas secas. Las comunidades campesinas quechuas de Phinaya por ejemplo que se dedican a la ganadería de alpacas dependen de un ecosistema impresionante, los pajonales, llamados también bofedales.

Los bofedales son humedales cuya vegetación pequeña o pastos se recargan como esponjas a partir de las lluvias y la humedad, y filtran el agua a través del subsuelo, formando lagunas y ríos cuencas abajo. Una vez más comprobamos cómo el calentamiento global está secando los bofedales a ritmos muy acelerados. Ahora hay alpacas que solo logran beber agua cada tres días.

Pastoreo de alpacas al pie del Ausangatec. Foto: Ronald Catpo - ACCA

Esperamos pronto replicar la experiencia exitosa de restauración de bofedales y el manejo sostenible de la ganadería que tuvimos en la Comunidad Campesina Q’ero de Japu, ubicados a 4,700 msnm y que son considerados como el último bastión Inca. Pero si el mundo no logra al 2030 controlar sus emisiones de carbono y el aumento de la temperatura sobrepasa los 1.5°C desde la época industrial, estos ecosistemas, el hábitat de nuestros hermanos andinos, será pronto inhóspito.

Los Andes y la Amazonía del Perú albergan una inigualable diversidad de especies y ecosistemas, que aún no terminamos de conocer, pero cuyas funciones y dinámicas generan servicios claves para la subsistencia del ser humano, como provisión de alimentos, fibra, medicamentos, polinización de cultivos, regulación hídrica y del clima, entre otros.

La responsabilidad abarca a todos los peruanos, pues consumimos productos de la deforestación o, por el contrario, no hacemos nada para detener la pérdida de los bosques, que son nuestros grandes aliados en la captura del carbono y la estabilización del clima. Para la pandemia del COVID si hay vacuna, pero para la crisis climática no. Si no hacemos algo pronto, vamos a reescribir la obra de Dante Alighieri con escenas dramáticas de la emergencia climática, protagonizadas inicialmente por los más vulnerables.


(Foto: Yessenia Apaza)